19 de abril de 2012

M i C r O s... entre líneas

Como lector busco con cierta obsesión microrrelatos, esos pequeños vestigios a los que está dedicado "Venitecuento". Silenciosamente voy leyendo, buscando y volviendo a leer  aquellos que me quedan sonando... Aquí dejo dos inquietudes:



-Dentro de diez minutos te voy a matar. Tómate una cerveza o lo que quieras porque vas a morir. –Se dirigió a los demás concurrentes y añadió-: Ustedes se quedan donde están porque tienen que ver morir a éste… ¡Cantinero!, tráigale una cerveza bien fría! –y vuelto a la presunta víctima-: Te quedan pocos minutos… cuatro y medio. –El condenado, petrificado de sorpresa y de temor, quiso pronunciar alguna palabra pero el “Vampiro” lo silenció con un grito y el revólver a la altura de los ojos. El hombre estaba como hechizado por el brillo del arma y la boca negra del cañón. –Te queda un minuto… Te quedan treinta segundos… ¡Ya!...  –Y un disparo salió del revólver.

Viento seco, Daniel Caicedo. 


—Un hombre, Herr Thomas —susurró el policía más joven—, con una bicicleta.
Leamas enfocó los gemelos. Era Karl; su figura era inconfundible incluso a aquella distancia, envuelta en el viejo impermeable de la Wehrmacht, empujando su bicicleta. "Lo ha conseguido —pensó Leamas—, debe haberlo conseguido; ha pasado el control de documentos; sólo le quedan por pasar el control de moneda y la aduana." Leamas observó que Karl apoyaba la bicicleta contra la cerca, y andaba despreocupadamente hacia la caseta de la Aduana. "No lo hagas demasiado bien", pensó. Por fin Karl salió, agitó la mano alegremente hacia el hombre de la barrera, y el poste rojo y blanco osciló subiendo lentamente. Había pasado, venía hacia ellos, lo había conseguido. Sólo el "vopo" en medio de la carretera, la línea, y a salvo.
En ese momento, a Karl le pareció oír algún ruido, presentir algún peligro; volvió la mirada por encima del hombro y empezó a pedalear furiosamente, agachándose sobre el manillar. Quedaba aún el centinela solitario en el puente: éste se había vuelto y observaba a Karl. Entonces, de modo completamente inesperado, los reflectores se movieron, blancos y brillantes, capturando a Karl y reteniéndole en su fulgor como a un conejo frente a los faros de un coche. Surgió el gemido oscilante de una sirena, el ruido de órdenes salvajemente gritadas.
Delante de Leamas, los dos policías se pusieron de rodillas, atisbando por las aspilleras entre los sacos de arena y encajando hábilmente la rápida carga en sus rifles automáticos.
El centinela alemán oriental disparó, muy cuidadosamente, lejos de ellos, dentro de su propio sector. El primer disparo pareció empujar a Karl hacia delante; el segundo, tirar hacia atrás de él. No se sabe cómo, seguía moviéndose, todavía en la bicicleta, al pasar junto al centinela, y el centinela siguió disparándole. Luego se dobló, rodó por el suelo, y se oyó claramente el golpe de la bicicleta al caer. Leamas puso toda su esperanza en que estuviera muerto.
El espía que surgió del frío, John Le Carre.

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