7 de febrero de 2015

PRODIGIOS

Mientras Luisa servía el café, mamá Berta solicitó que trajeran los panderos, porque cuando ella se sienta, con el café en leche en la mano, su voz tenue empieza a coser recuerdos.         

—Allá en Cauca, en la casa a orillas del río —decía mamá Bertha mientras las volutas de humo caliente subían para quedarse pegadas en el cielorraso de la sala de la casa materna— tenemos una gata primorosa porque sabe por instinto la hora exacta a la que van a despertarse sus amos, y los despiertan diez minutos antes con un mamaaaaaaaaaa.

A mí me gustan los gatos, pero ninguno como Míster —dijo mamá Berta mientras sus labios morenos producían un sorbo ruidoso y le pedía a Carmen otro pandero— Era demasiado exigente, porque todo gato exige adoración, porque ningún gato podrá superar la costumbre de haber tenido a los humanos como sus súbditos. Otra cosa, mi gato angora era difícil encontrar porque sabía ausentarse durante semanas; era terriblemente humano al cruzar las fronteras de la casa porque sabía que no me pertenecía. En cambio, mire usted a Mariposa, ésta gata nunca se ríe o se lamenta, siempre está razonando, tal y como lo escuché decir a alguien por ahí.

La mamá Berta iba a pedir una empanada de cambray, pero guardó silencio porque había terminado con el café, porque Carmen dejó caer la tapa de una olla en la cocina y Luisa se había quedado dormida de tanto oírle contar una y otra vez los misterios de los gatos; enigmas que solo pasaban por la mente de su hermana y que, solamente ella, podía imaginar.


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