7 de marzo de 2015

EL CALDERO

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Esa calurosa mañana del viernes el niño le recordó a su mamá que ella le había prometido algo.
-Así es.
-¿Y qué es?
-Ya lo verás, pero tenemos que irnos.
-¿A dónde?
-A donde nos estén esperando.
-¿Ese lugar dónde queda, mamá?
-En cualquier parte, hijo. Ya verás.
-¿Y cómo sabremos si hemos llegado?
-Escucha: “Si una barca se pierde de tu vista, no significa que desapareció, sino que el río cruza”.
-No entiendo, mamá.
-No te preocupes, lo comprenderás a su debido tiempo. Confía en tu mamá que nunca te engaña.
Está bien, al fin y al cabo tienes el mundo en la cabeza –murmuró el niño rehilante.
Tomados de la mano, recorrieron la última cuadra bajo la sombra de las salientes de los techos de aquellas casonas dispuestas sobre la maltrecha calle.
-Hemos llegado, hijo.
- ¡Eso significa que vas a fritar! –celebró, el niño.
-Sí, hijo. Compraremos costillas de cerdo y plátanos verdes para tus tostadas.

POR CURIOSIDAD


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Aquella bofetada sonó semejante a un plato cuando se rompe. Enseguida y sin medir palabra alguna, tronó un manotazo como respuesta que, a fuerza de sonar, la dejó acariciándose la mejilla.
-¡Eres un guache! –gritó cuando lo vio abandonar la cocina.
-¿Y tú qué eres? –el muchacho le reprochó enfurecido.
-Sólo quise saber cómo sonaba una cachetada, porque mis compañeras de colegio quieren saberlo.

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