Los tres muertos me
están mirando, cada uno con una expresión diferente, ahora que estoy echado
sobre mi silla favorita en este silencioso día domingo y cuando el campanario
lejano clama por la oración.
Los tres muertos me
miran en silencio y permanecen a prudente distancia de mí. La primera mujer, me
mira con cariño, me lo dice su rostro carnoso; la segunda mujer me observa con
una sonrisa pincelada en su rostro, casi rayando en la malicia, y el hombre, lo
hace con una actitud reflexiva, aunque noto en ellos que sus ojos profundos
miran a la distancia, podría asegurar que lo hace con ojos huidizos ante mi
mirada escrutadora.
A ellos los miro en
silencio y con complacencia ante este inesperado encuentro en el momento en que
de nuevo se deja escuchar el llamado del campanario de la iglesia construida en
la montaña vecina a mi casa. Sí, los observo a cada uno con obsesivo
detenimiento buscando algo, tal vez alguna señal para mí en sus rostros. Pero
ese indagar silencioso es interrumpido por la alabanza temprana que luego
termina en aplausos alegres al Creador.
Pero de tanto mirar a
los tres muertos, sus rostros se endurecen y es cuando comprendo que esas
miradas son para cuestionar mis necesidades elementales:
—¿Qué haces ahí tumbado, ese es el modo de
ganarse la vida?
Y yo, a la defensiva, les
pregunto:
—¿Y ustedes qué, acaso
están libres de toda culpa?
Pero fue el viento quien
hizo su fría entrada por el ventanal intentando importunar su respuesta.
Respiro profundo, sé que
ellos como buenos muertos siguen allá. No son ellos los que me cuestionan, soy
yo quien se pregunta por cuánto tiempo más permaneceré aquí con mis vicios, mientras
voy por los caminos que tomé para evitarlos. Mis
muertos callaron, miran por la ventana fingiendo estar vivos desde sus
respectivos cuadros, que de mayor a menor tamaño, continúan expuestos en la
pared de mi cuarto de estudio.©Guillermo A. Castillo.