Juan Rulfo |
Por: Santiago Gamboa
Leí a Juan Rulfo por primera vez
en la universidad Javeriana, en 1983 o 1984, en un seminario sobre su obra
dictado por el gran profesor Cristo Rafael Figueroa. Recuerdo que en esos
intensos debates se subrayaba la austeridad y la solidez de su lenguaje, eso
que empezamos a llamar “lenguaje rulfiano”, y que, a diferencia de otros
autores, caso de García Márquez, era ejemplo de cómo a menor exuberancia, más
fuerza narrativa. Porque la obra de Rulfo parecía crecer y reforzarse con una
cierta resequedad verbal y la ausencia de adjetivos. Tal vez era ese el
lenguaje natural de los paisajes mexicanos en los que transcurre su obra, a su
vez resecos y solitarios, trasuntos del dolor y la soledad de los habitantes
que, en ellos, ven pasar el tiempo de sus vidas, un tiempo inmisericorde de
silencio que, en la obra de Rulfo, se confunde con el tiempo de la muerte.
Escribo hoy por el centenario de
su nacimiento, claro, y porque es uno de los autores más atípicos. Su obra
empezó a ser leída en América Latina y a tener éxito mundial veinte años
después de ser escrita, pero podría ser visto como un extraño caso de
precocidad literaria, pues publicó a los 36 años El llano en llamas, una obra
maestra absoluta del cuento en cada uno de sus 17 cuentos, y luego, a los 38
años, Pedro Páramo, obra genial que marcó el rumbo de la novela escrita en
lengua española. Y después, como Rimbaud, se quedó en silencio, no volvió a
escribir. Publicó El gallo de oro en 1980, que había sido escrito en 1956, y
también algunos guiones de cine. Pero a diferencia de Rimbaud, Rulfo no
desapareció de la escena, todo lo contrario: estuvo siempre ahí, hasta el día
de su muerte, dando entrevistas y asistiendo a congresos, en los cuales
explicaba que no podía volver a escribir porque se le había muerto el tío que
le contaba las historias.
Hay muchos mitos sobre esta
abdicación literaria. ¿Por qué dejó de escribir realmente? Han circulado varias
respuestas. Las literarias dicen que tras Pedro Páramo ya lo había dicho todo,
y que era mejor el silencio: otros, algo maledicentes, opinaron que Rulfo
consideró que no podría igualar ni mucho menos superar el alto nivel de lo ya
escrito, y que por eso abandonó. En realidad Rulfo sí escribió pero no publicó,
pues se sabe que durante todos esos años estuvo trabajando en una larga novela
titulada La cordillera, que, al parecer, él mismo ordenó quemar una vez
concluida. ¿Por qué?
He conocido otra versión a través
de mi amigo el novelista mexicano Paco Ignacio Taibo II, que junto con su
hermano Benito fueron amigos de infancia de los Rulfo. Según Paco, Juan Rulfo
no publicó ni escribió más por algo extremadamente sencillo y es que era
alcohólico. Profunda e intensamente alcohólico, a un nivel que le dificultaba
por completo la concentración, impidiéndole escribir obras de cierta enjundia.
Según esto, la quema de La cordillera podría haber sido una de esas súbitas e
injustificadas decisiones que se toman cuando se está ebrio, y que rara vez
dejan algo bueno. Pero al no conocer esa novela, sus lectores no la podemos
extrañar, así que debe bastarnos con la inmensa literatura que, en tan pocas
páginas, nos dejó, y además un adjetivo, rulfiano, que describe lo que es
desolado y triste, y que podría incorporarse al diccionario al lado de kafkiano,
ese otro creador desamparado y solitario.
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