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Las dos llevan un buen rato en
silencio, ellas son conocidas como las viejitas de la esquina de la Calle de
Los Coches y la Calle Santander. Ambas se hacen acompañar de un par de gatos
solemnes, quienes parecen hacerle guardia al amparo de la sombra del angosto
zaguán. La mujer mayor, pero no lo suficiente, a la que la diabetes le ha
cercenado las dos piernas se ha sentado para siempre en una silla de ruedas. A
su lado, otra mujer de más edad, en una especie de mueble de mimbre
desvencijado, enteramente enlutada y sin ningún ornamento que pudiera poner
algo de alegría a su semblante, salvo unos pequeños zarcillos de oro que en
nada distraen las miradas.
A pesar de su profunda
desgracia, lejana o cercana en el tiempo, mientras colocan irreflexivamente sus
descarnadas manos una sobre la otra, la menor de las dos hermanas, piensa que
si no hubiera fallecido don Padilla tendrían para pasar bocado con el producto de
la venta del dulce de azúcar con mamey. La mayor mira al infinito. Ni siquiera parece
estar teniendo conversación con su hermana. Sólo sabe que todo es una vaina,
desde que se quedaron sin un centavo. Bueno, es un decir, porque al menos
tenemos la medallita de la Virgen Milagrosa hecha en porcelana italiana que una
de sus tías atesoraba celosamente en su baúl que tanto les intrigó.
Las dueñas viven en un sector de
la gente pudiente de la ciudad. Su casa, en otro tiempo la Casa Balboa, se ha venido
a menos, desde que aquel español de tono contundente e irrevocable cerró La
Bola de Nieve y se marchó. Ahora el entorno es pobre, sumamente pobre para
ellas: viven en medio de escombros amontonados con el tiempo, aún así, en medio
de su abandono irremediable, suelen reír cuando comparan su casa con la de María
Mugre: un cajón hecho de tablas sin pulir, una tinaja de barro desportillada,
un recipiente para orinar sobre una silla, una lata de manteca vacía, una
balanza pata de gallo, entre otros armatostes… Sólo la cal parece poner algo de
bondad a la escena.
Siguen en un silencio inmutable,
podría asegurarse que ni se miran, porque perdieron esa capacidad de
reconocerse como hermanas después de sus travesuras, como comerse la carne que
su mamá les daba para moler o el librillo que era comprado especialmente para la
comida dominical de los perros. ¿En qué pensarán, si es que en algo piensan? ¿En
los tiempos en que la felicidad entró alguna vez por sus casas? La escena es
triste, como sacada de una realidad que, si por pocos años ha estado vestida de
color, retorna a ser siempre en blanco y negro, al recordar al distinguido caballero
que respetaron todos hasta cuando decidió escapar sin justificarse ante ellas.
Él sólo supo seducirlas a los dos.
Ambas se rindieron ante aquel, encarnaron el encuentro de la pasión histórica y
la trascendencia moral. A ambas las enamoró y sedujo por igual cuando trabajaban
para él. Su madre dispuesta a transigir, dijo que aquel maldito no sólo las
había seducido, también las había raptado por igual. El padre, en cambio, antes
de morir por la pena moral causada, mandó a elevar aún más las tapias de la
casona para guardar su prudente silencio. Las muchachas no huyeron como aquel cobarde, se
quedaron en un mundo en constante movimiento, donde el que se queda en el mismo
lugar retrocede irremediablemente.©
Sufridas mujeres, las mujeres de antes.
ResponderBorrarTu relato es muy evocador, creo que todos tenemos en nuestro imaginario alguna historia asi; al paso del tiempo, es muy entrañable.
Un abrazo.
Carolina: Muchas gracias por tu comentario. Es cierto que historias como estas hacen recordar las palabras de José de Espronceda:
ResponderBorrar¿Por qué volvéis a la memoria mía,
tristes recuerdos del placer perdido...?
Agradezco tu paso por aquí,
Abrazos