23 de diciembre de 2018

AÚN ES TIEMPO



Pesebre navideño

Pues, hay quienes adoran la Navidad y quienes la detestamos. Yo soy uno que podría pasar diciembre sin la navidad y su ruidosa congestión en las calles de mi ciudad. También la pasaría sin caer en el inevitable y el desaforado consumismo con que nos incitan a maquillar nuestras miserias. Igual podría pasarla bien sin cantar los villancicos en cualquiera de sus inimaginables versiones.

En mi casa, si es que puedo utilizar el posesivo, porque en realidad se trataba de la casa de la hermana menor de mi mamá, la navidad la anunciaban las mujeres mayores. Mi abuela y sus hermanas armaban el alboroto y preparaban la movilización general entre los demás miembros de la familia, incluyendo perros y gatos. Hecho el anuncio iban reapareciendo de los lugares más insospechados todos los adornos navideños que durante años habían permanecido silenciosos y cubiertos por el polvo del olvido.

El pesebre, desde principios de diciembre era la legítima prueba de que había llegado navidad. Como a veces es el observador silencioso el que ve más. Sabía que lo primero era encontrar el mejor sitio de la casa, claro, siempre era la sala, justo al frente de la puerta principal de la casona. Luego venía el musgo para simular el campo verde de la forma más real. Por esos días la ecología no importaba o no preocupaba tanto como hoy. Luego el trazado del río hecho con papel cristal. Después se diseñaba el paisaje montañoso y los caminos de arena por donde vendrían los reyes magos al portal de Belén.  Acto seguido se colocaban las casitas de desacertados estilos. Los pastores, por su parte, los colocaban con signos de cansancio milenario dibujados en sus rostros; las ovejas de cuestionada blancura, en poco tiempo, lo invadían todo, mientras que las palmeras eran la alegoría a la naturaleza muerta. Por último, las murallas eran los confines del aparatoso pesebre. Y otro rebaño de más ovejas para no dejarle espacio al niño Dios y a los demás personajes. Al final se colocaban las luces.

La tranquilidad de aquella casa en San Antonio, se transformaba. Era la auténtica persecución de los mejores objetos decorativos. Las tías, los primos, todos, hablaban y hablaban para llenar el espacio tranquilo de la inmensa casa. Yo nunca fui tenido en cuenta, ni me involucré en nada; era una especie de cisne cuello negro manteniendo la calma en la superficie, pero batiendo mi desidia por debajo. A mi edad y a mi manera, entendía que las miserias del ser humano se derivaban de la falta de tranquilidad y, era muy extraño en una casa como esa, allá en San Antonio, con su inmenso patio en tierra y bajo el dulce parral. Insisto, nunca fui invitado hacer parte de ese tumulto. Todos sabían que el diferente prefería estar en calma bajo las olas azules del olvido. Detesté de forma inconsciente, lo vine a saber años después, las romerías. Pero lo que más aborrecí era que mis juguetes pasaran hacer parte de todo pesebre hecho por las más viejas con ayuda de sus nietos y sobrinos. En especial, mi diligencia del lejano oeste que, mi mamá me compró y no alcancé a disfrutar al tenerla que declarar, sin justificación alguna, por perdida.

¿Saben? Crecí donde todos nos vestíamos de fiesta, pero mi espíritu nunca se hizo presente. Mi forma de ser, un solitario irremediable, me hacía aislar de todo y de todos. Mi mundo era otro, él mismo me sustraía de aquella época. Por eso la novena del niño Dios, era para mí un despropósito, no lograba entender cómo en nueve días había que justificar que una familia abandonara el lugar donde vivía por simple conveniencia de los más poderosos. Y como si fuera poco, tener que leer algunos textos donde no importaba comprender, porque el principio era perpetuar sin juzgar. Por eso detesto la navidad, por eso soy capaz de cambiarla por el único alumbrado que me gusta: el alumbrado de las noches estrelladas, o por los amaneceres silenciosos posteriores a esas ruidosas noches.

Con el tiempo he envejecido, aunque por dentro sigo siendo el mismo. Con todo eso y este cuerpo irreconocible, ahora soy un adulto con todas sus precariedades. El tiempo y su constante martillar se ha encargaron de que sea ahora más consecuente. Tengo tres hijos y una mujer aferrada a la tradición. Todos oramos y cantamos:

«Se acerca la navidad, y a todos nos va alegrar, el jibarito cantando aires de felicidad… Y con esta me despido. Como esto es devoción que pasen un feliz año, les deseo de corazón».

Canciones como esa, me hacen ser totalmente comprensivo, me hacen ser más indulgente, pese a las dudas del presente.




4 comentarios:

  1. Esa casona de la navidad, con tu diligencia de cowboy que no pusiste disfrutar, ya veo que en parte te ha marcado. Yo el otro día olía el musgo de un aparada de navidad en Madrid. Me trajo aroma a nacimiento de mi infancia, donde se confeccionaba un pueblo con palmeras y nieve artificial, un riachuelo imposible y ese aroma a amusgo y corcho. Las montañas las hacíamos de tal material arbóreo.

    Con creencias o no, son fechas que no pasan desapercibidas. Con tus adornos del hoy, o los míos del presente, limitados a una arbolito artificial adornado, te deseo una feliz Navidad. Un abrazo ceñido desde este lado del mar

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  2. Toda experiencia de infancia es una experiencia degustativa, táctil y onírica que cimientan lo que seremos.

    A ti y todos los tuyos felices fiestas. Gracias por regalarme tu amistad y este cruce de palabras.

    Un abrazo grande sale en tu búsqueda. Espero, no sé cuando, podértelo dar personalmente.

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