Don
Pacho, el tendero de mi cuadra, era de cejas espesas, peludos brazos de
bucanero y buen conversador que desprendía amistad y ecuanimidad. Irónico
cuando le tocaba, pero altruista como ninguno. Poseía una pequeña miscelánea que
ocupaba gran parte de su casa, la cual abría siempre puntual a la calle a
través de una recia puerta de madera y un alto ventanal, dándole una
inmejorable vista, por la gran luminosidad que al interior ofrecía.
En las tardes solía irme a sentar en el sillar de aquella gran hendidura animado
por su saber de buena tinta sobre los vericuetos de la política, sin quitarles
los ojos a sus clientes y concurriendo casi giboso tras el vetusto mostrador. Pasados
los días empecé a ayudarle en pequeñas labores de su negocio, mientras intentaba
enamorar a Leonor, una de sus ahijadas, y transcurrían inciertos los primeros
avatares de mi vida en ese puerto asediado por el litoral.
Mucho
tiempo después, caminando una tarde por ese antiguo barrio en busca de recuerdos,
me asomé a la antigua tienda de mi adolescencia a través del sucio vidrio de la
ventana. Abstraído por el ambiente enrarecido que desprendía aquel local casi
en penumbra, distinguí llenas de polvo las antiguas y ya vacías estanterías y el
mostrador de madera entre algunos objetos olvidados. Levanté la vista y entre los
herrajes de la gran ventana y la antigua puerta vi colgado un aviso: Se vende
por viaje sin ataduras. ©
Curiosamente hoy he escrito sobre un hombre que cede sus libros y otras pertenencias para un viaje a una residencia de ancianos, supongo.
ResponderBorrarTu protagonista, desde el presente valora a un hombre sin duda muy especial. Que parece que tuvo un buen discípulo, por cierto.
Me ha gustado mucho.
Un abrazo.
una partida sin adiós,
ResponderBorrarmuy nostálgica
saludos