4 de agosto de 2012

LOS PRIMEROS PÁRRAFOS DE LA LITERATURA




Para leer entre líneas



Por: Santiago La Rotta


Una declaración de principios que puede determinar el éxito o el fracaso de un libro.


Primer acto, apertura. “Sólo una palabra. / Una palabra y se inicia la danza / de una fértil miseria”.

Es sorpresa, también misterio. Es mostrar mucho arriesgando todo, sin dejar ver tanto. Señalar por dónde va el camino, como estar en lo alto de un mástil y gritar el horizonte. La primera línea, el primer párrafo, un ejercicio de disciplina y pericia.

Hay una escena de Apocalipsis ahora, la película de Francis Ford Coppola, que ilustra en cierto modo el punto. En medio de la noche, en la espesa negrura de la selva en Vietnam, un soldado gringo es llamado al frente de una trinchera para eliminar a un francotirador del Vietcong. No se ve nada, no se sabe nada. Sólo hay miedo e incertidumbre. El gringo llega, dispara su arma a la noche y el enemigo calla. Todo está en calma.

La discusión puede ser tan subjetiva, como eterna. Comienzo, final... ¿Cuál es la porción más prominente de un libro? Más que relevancia absoluta, supremacía, el principio de una obra resulta particularmente interesante porque, claro, son los primeros atisbos de lo que se viene páginas más adelante. Pero, más que enunciación de hechos, es declaración de principios: esta es una historia contada por un hombre que morirá al final de estas páginas, la narración está en manos de alguien que entierra a los muertos, el relato viene de un inocente...

La preocupación no es menor, como se ve. Los motivos van más allá de captar la atención del lector (una razón obvia y a veces noble). No es publicidad, así que la primera bocanada de aire debe durar más de 30 segundos. El comienzo debe resistir hasta el final, anudar con suficiente fuerza la tensión de la historia en un espacio reducido, con las palabras precisas, los piñones correctos para hacer girar eternamente al relato.

Y, claro, está la página en blanco y la parálisis exasperante que ha acabado con tantos aspirantes a la palabra. En las primeras líneas se juega todo: el tono, el futuro del personaje, el tiempo de la historia (o al menos uno de estos). Las posibilidades son tan infinitas como las posibilidades narrativas. Semejante nivel de libertad es, entonces, paralizante, terrorífico para algunos, muchos. Como lo dice Truman Capote en la primera página de ‘Música para camaleones’: “Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y este sólo tiene por finalidad la autoflagelación”.

“Es como la primera prueba de la sopa. En la primera cucharada, uno sabe qué tipo de sopa es”. Beatriz Botero, doctora en literatura latinoamericana de la Universidad de Wisconsin-Madison, hace una primera parada en El Quijote: “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.

Que sigan los clásicos. “Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo”: Tolstói en Anna Karenina. “Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”: Kafka en El proceso.

La selección es de Roberto Burgos Cantor, escritor. “El principio de Anna Karenina tiene la fuerza secreta de las sentencias, como si fuera un epígrafe. En esas líneas de aparente misterio están el tono y las tensiones de las 1.002 páginas que siguen. Escribirlas al comienzo es un acto de clarividencia”. Eso por el lado del ruso. En cuanto al inventor de Gregorio Samsa: “Justo, es esa solidaria fe del autor en su personaje, la que permite hacer cómplice al lector de un sentimiento de malestar por lo absurdo y de deseo de redención por lo inexplicable”.

Burgos lo dice como es: Tolstói bota en apenas dos frases una línea de pesca de más de mil páginas de largo. No es revelador, aunque sí esclarecedor. Contundente sin mostrar toda la mano. Algo así: “Pronto, a pesar de todo, estaré por fin completamente muerto. El próximo mes quizás” (Malone muere, Samuel Beckett). “¿Quién sino Beckett puede asumir el riesgo de empezar por el innombrable final?”, se pregunta Burgos.

El comienzo sirve a un fin: “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”. Gabriel García Márquez optó por revelar la carta mayor de una vez, pues así evitaba que el lector se fuera a la última página para averiguar si Nasar llegaría vivo a la noche. Listo. Está muerto, ahora sí a narrar.

Más allá de las conveniencias, el arranque puede ser también solución concentrada, todos los ingredientes suspendidos en un líquido incierto, que debe ser guardado en una atmósfera cerrada, sin luz, ni humedad, ni certezas. “Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en la mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él”: Paul Auster abre así Ciudad de cristal, primera novela de la Trilogía de Nueva York.

También hay velocidad y frenesí, corto discurso espetado casi con desidia, el relato de uno que perdió: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. Las primeras palabras para dar paso a la barbarie del caucho en la selva de La vorágine, de José Eustasio Rivera.

Las primeras líneas como la gran apuesta, la entrada a una historia que vive en unas pocas palabras.

Un comienzo para finalizar: “A unos trescientos o cuatrocientos metros de la Pirámide me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosamente un poco más lejos y dije en voz baja: Estoy modificando el Sahara” (El desierto, Jorge Luis Borges).

Tomado de:




1 comentario:

  1. Genial esta entrada, muy aleccionadora. Interesante fijarse en las diferentes formas de comenzar un libro.

    Un saludo.

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