I
Mientras estaba en la sala de
espera, vino una mosca y se posó en mi brazo izquierdo. No hice el ademán de
matarla por el asco que producen sus fluidos cuando las aplastas. Pero nada más
posarse ella en mi brazo y mirarla, para que la mosca se fuera: cuál fue mi
sorpresa que, en lugar de desaparecer volando, cayó al suelo. Se cayó con las
alas hacia abajo y las patas hacia arriba. Se me hizo extraño que cayera de
esta forma y que no pudiera levantar el vuelo. Algo le pasaba a la mosca porque
lo normal es que las moscas sean muy prevenidas, porque cuando alzas la mano
para matarlas levantan el vuelo y desaparecen o regresan posándose en otro
sitio de tu cuerpo. Entonces suele ocurrir que, como llevas la mano con cierta
velocidad, para sorprenderla, además de la frustración de no haberla matado,
uno suele darse un golpe que al final duele.
Pero aquella mosca, la que se
posó en mi brazo, al despegar no voló, se cayó patas arriba. Estuvo aleteando,
supongo, queriendo darse la vuelta. Como digo, no lo conseguía.
Podía haberla pisado, pero me contuve. Se me ocurrió que a lo mejor la mosca
estaba ya en las últimas y que se iba a morir, y que yo, por primera vez,
podría observar la muerte natural de una mosca. Porque, salvo los que trabajan
como investigadores en laboratorios, no creo que muchas personas hayan asistido
a la muerte natural de una mosca. Yo tenía un libro aquella mañana, y alternaba
la lectura de cada frase con la contemplación de la supuesta agonía de la
mosca. Digo supuesta porque yo realmente no sabía lo que le pasaba. Puede que
estuviera perfectamente, pero que al salir de mi brazo, y como la baldosa del
suelo es blanca, a lo mejor no supo calcular y se encontró con las alas sobre
el suelo y las patas arriba. Estuvo aleteando, cada cierto tiempo. El sonido
del aleteo me garantizaba que aún seguía con vida, así que aprovechaba para
leer alguna frase de mi libro. Cuando iba remitiendo el movimiento de sus alas
dejaba de leer para observar a la mosca, porque, como digo, creía que estaba
asistiendo al trance de la muerte de un insecto: porque a los insectos siempre
los matamos aplastándolos o fumigándolos y los que vemos morirse se mueren
porque los matamos. Pero sabemos que también se mueren de forma natural, pero
nunca los vemos, siempre los encontramos muertos, sin haber asistido a su
agonía. De ahí mi curiosidad. Y cuando volvía a aletear, miraba otro poco el
libro.
II
Temía no solo que viniera
alguien y la pisara y me perdiera verla morir de forma natural. Pensaba en esto
cuando apareció una auxiliar del Centro Médico. Venía de la planta superior del
edifico, donde están los consultorios, para hacer algo en el mostrador de la
recepción, que estaba en la sala de espera. Y me crucé los dedos, temiendo que
la afanosa mujer aplastara a la mosca bajo su calzado de goma. Porque la mosca
estaba justo en esa área del umbral de la entrada por donde pisamos al entrar o
salir. Tampoco quería decirle nada, porque en este tipo de situaciones, cuando
quieres avisar a alguien para que tenga cuidado, su “susto” y extrañeza suele
llevarle a unos movimientos un tanto bruscos que le hacen estropear aquello que
justamente querías preservar. Así que mejor guardar la calma y no decir nada,
puede haber suerte y que pase sin pisar a la mosca. Como afortunadamente
ocurrió. Entró y su zapato pasó por encima de la mosca y ésta siguió con su
brrrrrr, y yo con mi libro.
La mosca siguió dando sus
brrrr, pero cada vez eran más lentos y breves y los momentos de silencio más
largos, y como los momentos de aleteo, que me garantizaban que aún estaba vida, eran más cortos, yo leía menos y
dedicaba más tiempo a observarla y verificar si aún movía las patitas. La
enfermera del Centro Médico que entró a resolver un asunto en el mostrador, se
disponía a regresar, pasando por la puerta en la que estaba la mosca, y yo al
lado observándola. Y otra vez me quedé quieto. Creo que si le hubiera dicho que
no pisara la mosca le habría parecido ridículo. Y esperé a que hubiera tanta
suerte como la primera vez. Es costumbre que la gente ande arrastrando los
pies. En realidad, no levantan ni posan el pie en el suelo sin arrastrarlo un
poco. Con estos pasos, como arrastrando los pies, emprendió la hacendosa el
camino de regreso. Y mi corazón empezó a latir un poco fuerte a medida que ella
se acercaba a la puerta donde estaba la mosca. Su pie izquierdo se quedó a unos
cincuenta centímetros de la mosca.
III
Las personas al andar damos
pasos de unos sesenta centímetros, y como aquí arrastramos los pies
posiblemente el área libre, aquella que el pie no toca entre un paso y otro, no
es superior a cuarenta centímetros. Aún así digo que su pie izquierdo se quedó
como a unos cincuenta centímetros de la mosca. Al levantar su pie derecho, miré
la trayectoria que llevaba y vi que bien podría pisar al lado de la mosca sin
tocarla, así que yo tendría la misma suerte que la vez anterior. Cerré los
ojos, y cuando los abrí justo en el momento en que iba a posar dicho pie en el
suelo, tuvo un ligero balanceo que hizo que su pie derecho cambiara de trayectoria
y fuera a dar de lleno sobre la mosca que estaba aleteando. Al volverlo a
levantar sólo había una pequeña mancha de un color entre gris y marrón que se
le quedó pegada de la zapatilla para ir desapareciendo con sus pisadas
arrastradas e inclementes, dejándome con las ganas de contemplar la muerte
natural de una mosca. Una pena. ©
Adaptación de una crónica escrita por Amancio Nsé Angüe en:
Qué pena su final.
ResponderBorrarUn saludo
Muy bien narrado y lo que da de sí el aburrimiento de las salas de espera. No me queda claro si el relato es tuyo o un resumen del autor.
ResponderBorrarXimens, me da gusto tu visita por aquí.Por respeto al autor es preciso decir que cuanto leíste es mi versión de una crónica que, en mi saber y entender, se ocupa de dos hechos paralelos, uno de ellos lo mencionaste ya. De la otra "historia" me ocupé yo, modificando, suprimiendo..., pero con la sana intención de no plagiar. ¿Lo conseguí? ¿Es lícito? ¡Ojalá me respondas!
ResponderBorrarDe nuevo celebro tu paso por aquí.
Qué entretenida manera de esperar el turno de uno en la consulta médica. Me ha gustado leer esta narración adaptada, Guillermo, porque al leerte también yo me he resarcido con los bichejos estos, jeje.
ResponderBorrarSaludos atentos.
Setefilla