El hombre la abordó en la habitación con agilidad felina porque las artes amatorias no sólo obedecen a un instinto carnal, sino que son una dinámica sexual que permite reflejar miedos, inseguridades, exigencias y necesidades. Cuando sus manos recorrían su cintura, la mujer tuvo que apretar los glúteos, elevar la cadera y ondular sus vísceras para atenuar un intento de disparo rápido. Era la posición del misionero.
Acto seguido con la postura del perrito, el atacante confirmó que el sometimiento es excitante dentro y fuera de la cama y, con esa posición, no tenía temor alguno al entrar en contacto con su lado más animal. Entre tanto, la mujer podría aparentar ser reservada hasta darle rienda suelta a los impulsos más atrevidos e insospechados al no tener una sola prenda.
Por la certeza de que la inactividad es perniciosa, el hombre acogió la postura del vaquero, pues le encanta que su mujer tenga la firme convicción de pelear por lo que quiere, sin importarle el qué dirán; además, porque no le agradan las cosas fáciles y le gusta tener en la mira todo lo que ocurre a su alrededor; a no dejarse imponer la voluntad de otros y demostrar de qué está hecho y a qué ritmo le gusta hacer las cosas.
Lo que no pudo vislumbrar aquel hombre, es que el dolor con cualquiera de las posturas, la carne nunca será señal de obediencia, sino de resistencia y murmuración por sus fantasiosos intentos mentales de ejecutar cada postura. ©Guillermo A. Castillo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario