Tenía muy presente dos cosas: una, que el microrrelato debía ser no sólo breve, sino incluso hiperbreve; la otra, una frase de Miss Haley, quien había sido su jefa antes de casarse con Mister Davidson, según la cual – the best editing is editing out”, la mejor corrección consiste en eliminar. Colocó el borrador de su microrrelato en la pantalla del ordenador y comenzó a trabajar. Suprimió ante todo una serie de conectivos, por considerar que eran superiores a la yuxtaposición; hizo volar frases parentéticas, que nada agregaban a la trama (salvo sus opiniones personales, que no venían al caso); después comenzó a trabajar en el diseño de los personajes, eliminando toda referencia a sus atributos físicos, sus actividades anteriores o sus recónditos pensamientos. Por último redujo la extensión de los períodos, podando toda palabra superflua, pero resultó que varios de ellos, así deshidratados, eran innecesarios o redundantes, de modo que desaparecieron también. Sentía un placer creciente a medida que iba bajando lo que un maestro suyo había llamado el “tenor graso” del texto, reducido ahora a un solo párrafo. Breve pero sustancioso, pensó, entre la sequedad de Azorín y la belleza de un haiku, al tiempo que pulsaba una vez más la tecla suprimir. Hacia el atardecer de ese día, con un gran suspiro de alivio, dio fin a la tarea. El texto no tenía nada que envidiar a ningún dinosaurio ni a hombre invisible alguno. Estaba compuesto exactamente por tres palabras: “Érase una vez”.
David Lagmanovich
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