Es el despuntar del nuevo día, todo está tranquilo, la población aún se encuentra recogida en sus tibios hogares. Ya el trinar de las aves se descuelga de los árboles y tejados vecinos. Aparece el sol. Las personas van dando inicio a sus labores cotidianas que poco a poco las van consumiendo con resignación y en silencio. Esa apacible calma se transforma en bocinas, gritos y voces estridentes que anuncian la noticia impresa, pero trasnochada. El abandono surge siendo un recuerdo amargo en medio de tanta gente. Todo es afán, desde la señal en clave para consumar el delito oficial hasta el intercambio de letales fluidos en las camas de alquiler.
Una robusta mano, de gruesos y dorados vellos, empuña un oscuro cuchillo produciendo un corte vertiginoso en una lonja de carne de lomo, minutos antes, asediado por ruidosos tábanos verdes. Lo que queda de él, va desapareciendo en medio de un charco de agua sangre sobre el mal oliente mesón de concreto de la carnicería “Carnelandia”. Los ancestrales olores de comida se confunden junto con los de aquella maloliente calle, siendo una nube que se pasea atormentando a todo estómago vacío.
-¿Cuál es el golpe de hoy? -preguntó el recién llegado a "Conestuay", la sancochería más popular de los alrededores de la Galería Central. La respuesta no se hizo esperar:
-¡Fríjoles, arroz, ensalada, carne frita o albóndigas y agua panela con limón; o si quiere, sancocho de carne! -contestó una acalorada mujer, mientras se introducía un dedo a la boca en un intento desesperado por tragarse los últimos residuos de una masa fétida escondida entre sus sangrantes encías y cariados molares.
-¡Siempre el mismo golpe, ya estoy harto del mismo barco! -protestó el desdentado hombre, quién lucía una arrugada camisa sin abotonar del todo, dejando al descubierto una cicatriz de aspecto verdoso sobre su protuberante vientre.
-¡Pero es por la misma plata, carajo! -gritó la mujer que ahora probaba, con ruidosos sorbos, el humeante contenido de una brillante olla de aluminio.
Sin mirar de frente, pero advirtiendo la mirada curiosa de su más próximo comensal, se acercó a su oído y cubriéndose la boca con una mano de dijo en voz baja: -Con esto me gano la vida, jefe; coma callado y no se meta en lo que no le importa, güevón.
-¡Aquí tiene! -le dijo la encargada, con su habitual antipatía y malos modales al servir.
-¿Qué se ha creído la petulante esta… que puede tratarme como a sus patas sucias, o qué? Quien ve a la crecida esta, pero mantiene la cara sucia y el culo cagado. ¡Aguachenta, cómo sería que no pagara el crudillo ese que me tira como si fuera un perro!
-¡Conmigo no se mete viejo asqueroso; chanda mal agradecida! ¿A qué viene aquí? Claro, a comerse las sobras de los demás y por eso quiere que le sirvan en bandeja de plata.
El de la víscera de cerdo adherida al inflado vientre, sin darle importancia a la furibunda mujer, comenzó a chocar las manos entre si con fuerza, queriendo aprisionar las moscas reinantes del lugar, con tal fortuna que una de ellas cayó a su propio plato. Sin importarle, porque carne es carne, comenzó a comer, alternando el secado de su sudor con las mangas de la camisa, comía a grandes sorbos y con sonoras contracciones nasales evitando que cayera de su desfigurada nariz la verdosa flema que le incomodada. A escupitajos dio por terminado el grasiento plato de sopa.
El repugnante acto provocó comentarios en los presentes y la ira generalizada no se hizo esperar. Disgustado comenzó a insultarlos, propinándole un golpe a su cercano confidente. La mujer sudorosa y después de olerse al dedo con que se hace el habitual aseo bucal, comenzó a gritar, azotando al mismo tiempo, las ollas.
-¡Saquen a ese mugriento de aquí… Llamen a la policía! –gritaba la dueña al verlo con pretensiones de fugarse. Con disimulo sacó una olla más grande y se vino hacia él. La música proveniente de uno de los parlantes de la interina “Voz del Comercio”, en ese momento, paró; los gritos de las mujeres del lugar no se hicieron esperar.
-Con que las mantecosas estas quieren parecer hombrecitos -vociferó el hombre mientras se acercaba a la dueña y a su ayudante.
-¿Quién es tan valiente como para desafiarme?, continúo. ¿Quién?, -Se detuvo cuando estaba a tres pasos del grupo de cocineras. Metió la mano entre la pretina del pantalón y el cinturón; sacó una cajetilla de cigarrillos; extrajo un cigarrillo maltrecho y lo encendió; cuando expulsó la primera bocanada de humo sobre la cara de la más vieja, sintió el primer golpe con una olla. Minutos después ya le habían propinado una paliza inolvidable. Cuando llegó la policía tenían amarrado al menesteroso a una pata de un mesón. Como pudieron lo fueron sacando aturdido del lugar. Ya había dado dos pasos en compañía de un policía cuando se vomitó. Siguió caminando. Pero esta vez volvió a vomitar sobre los relucientes zapatos del agente. El policía lo tiró al suelo y se quedó mirándolo con odio. El infeliz se incorporó como pudo y se recostó a la patrulla, pero impotente volvió a caerse, esta vez sobre su propio vómito.©
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