Cuando Encarnación buscaba el regalo de cumpleaños para Gabriel, en el caserío las balas iban seleccionando a sus víctimas, siendo el encuentro con la sangre una aterradora danza de gritos y lamentos esparcidos por el aire.
En la víspera, Gabriel le había dicho entre saltos y risas que quería para su festejo una gran torta. Por eso, ese domingo bajó a pié hasta Buga sin imaginarse que los pocos hombres del pueblo irían cayendo cuando el sol atizada la candela. Nadie dijo nada por la misma razón que hoy se desconocen las causas. Lo cierto, es que los fueron reuniendo en la calle principal para fusilarlos, siendo la continuación de un doloroso pasado escrito en la memoria de quienes se marcharon.
Nación, como él la llamaba, rompió a llorar al encontrar a casi todo el comercio cerrado. Ya no habría regalo, no obstante, se imaginaba a Gabriel preguntándole con emoción por su presente y ella sin poder justificarse suspiraría de tristeza.
Ese era un día especial y ella por la fuerza de su carácter y voluntad a toda prueba, tenía que cumplirle. Entonces fue cuando minutos antes de llegar al caserío, como una premonición, lo vio hermoso y altivo ofreciéndole sus apetitosos frutos. El agotamiento sólo le permitió sentarse a la sombra de aquel naranjo que nunca había visto en un recodo de la vía. No entendía qué era lo que le impedía seguir por el camino que la alejaba de todo. Gabriel desde la muerte la detenía, apartándola de la plaza ensordecida, en llamas y en cenizas.
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