Besaría esa boca lentamente hasta volverla roja
y en tu sexo el milagro de una mano que baja.
Raúl Gómez Jattin
Yo estaba besando a Ángela Abril. La besaba suavemente. Eran apenas unos intentos de un beso furtivo, eran besitos de azulejo sobre una charca de agua fresca. Todo iba sucediendo así, con facilidad. Cuando la conocí, la miraba y pensaba con ella nunca iba a acontecerme nada porque venía de tan lejos como un recuerdo. Pero se me ocurre tomarla de la mano, cautelosamente, en un intento por calentar su blanca mano y siento como Ángela Abril me corresponde con su delgada mano, siento como responde a ese tímido acercamiento mío.
No lo podía creer, Ángela Abril estaba conmigo así en la taberna, comunicándose con su piel. Entonces me acomodo buscando más su cercanía. Yo la seguía a cierta distancia cuando mirando hacia atrás me reconoció y se produjo lo inevitable. La verdad, la venía acompañando desde antes cuando en grupo íbamos cada sábado a la universidad por la “Vía del Colegio”. Y Ángela Abril, por supuesto, cómo decirlo… la singular belleza de Ángela Abril, provocada un embeleso, una mirada insostenible.
Caminamos sin decirnos nada, nunca nos habíamos hablado, pero algo me decía que en su corazón algo le comenzó a palpitar, y fue entonces cuando reímos porque al cruzar la esquina de la “Calle del Empedrado”, Marujita, la vendedora de periódicos, frenó para no atropellarme, pero se cayó con algo de torpeza y gracia de su gran bicicleta. Yo pienso sí, éste es el momento, cuando advierto que mis ojos son espejos para un mismo deseo y pienso de nuevo tomarla de la mano (días pensando como abordarla). Responde con un sí, responde a la caricia inicial, sí, responde a todo y yo siento una indescifrable ansiedad, no miento si digo lo inevitable con Ángela Abril así, a mi lado, respondiendo, acariciándome hasta con su amplia sonrisa.
Sin que estuviera pronosticado -mal harían en acertar- cayó un torrencial aguacero que nos obligó a buscar una de esas casas antiguas con tejados amplios y caedizos para protegernos del rigor de la lluvia. Encontramos una con un neón y la palabra “Utopía” produciendo reflejos regulares, que alcanzaban a medio iluminar el lugar con su luces, pocas y mortecinas ubicado en el “Camino Real”. Y en el intento del beso comienzo a chuparle suavemente los bordes de su boca. Sí, comienzo a besarla para ordenar su silencio. Entonces ella cierra los ojos al sentir mis cálidos labios. Esa carnosidad rosada de Ángela Abril, especie de almeja, un tejido fino sintiéndolo entre mis labios y dientes. Después, viene despacio la tibia lengua de Ángela Abril, una anguila ondeante, ágilmente hurgando entre mis dientes, recorriendo toda mi cavidad bucal, reconociéndome por cada beso que me daba. Fue así como, ahí en la taberna, todo era sosegado y apacible en medio del temporal. He de decir, me sentía alucinado con Ángela Abril, era mía, toda mía.
Siempre supe que odiaba llevar sostenes, desde siempre ellos se evidenciaron libres sin sostén alguno. Entonces mi mano va lenta y acariciadora sobre su pecho y siento una fruta madura, erguida, firme, una fruta carnosa; luego, deslizo mis habilidosos dedos abriéndome paso entre los botones, los introduzco son sigilo y Ángela abril sofocada, jadeante, cual animalito cautivo y confundido por su propio ardor. Luego la imagen de sus piernas, el color de ellas, y ese aljibe entreabierto por el fuego bajo la falda. Hay algo imperioso en ella, en mí, con espasmos incontenibles, reprimidos, bellos e implacables, mientras mi otra mano, lerda, casi desapercibida entre sus ropas,iniciaba nuevos recorridos por la suave piel de sus asequibles muslos. Deseperada, su boca besa mi boca como si se tratara de un acontecimiento misterioso.
Cae el turbión sobre el tejado de la taberna. Ignotas lágrimas se convierten en grafitis, mientras Ángela Abril vuelve a inundarme los sentidos con su lengua ondulada. El cristal se va empañando por el lento vapor de agua. No había afán en sus labios, en sus pechos absueltos, en sus muslos. Todo era de una tersura infinita. En realidad ignorábamos adónde llegaríamos, no lo sabíamos ni había interés en saberlo. Yo sólo sabía del sabor de ese líquido viscoso segregado por Ángela Abril en mi boca, mientras esas gotas pasaron a ser certeros dardos sobre el ventanal. Ángela Abril seductora sobre mí y la lluvia cayendo, siendo aura convertida en viento, en bruma imaginaria transformada en niebla y Ángela Abril y yo en un escondrijo de la rustica taberna.
Llueve a más no poder. Ángela Abril y yo nos separamos un poco para medir el alcance de la situación, para confirmar nuestra realidad. Recuerdo esos momentos, cuando nos mirábamos sin todavía creerlo, descubriéndonos en ese lugar bajo un torrencial de pasiones, y la lluvia protestando. Miro a Ángela Abril en la semioscuridad y es como si tuviera la noche recostada a mi hombro, mientras una mano suya extraviada acaricia mi nuca, luego mis cabellos cuando ya sus ojos escudriñan más allá del ventanal, más allá de la calle, cuando las saetas percutaban sobre el tejado una y otra vez más. Éramos agua, savia y un solo aliento en medio de lo escabroso.
Sentimos miedo, sí, en un momento cualquiera sentimos miedo al escuchar correr vertiginosa el agua por la calle. Pensé en un río arrastrándolo todo. Ese torrente nos empujaba, nos hacía estremecer y, Ángela Abril y yo, en medio de la creciente, sin fuerzas, sin aliento y con las manos crispadas en medio de la nada. La belleza de Ángela Abril, estaba marchita, mojada por el sudor, por la saliva y por el aliento vaporizado al interior del local. Sí, el rostro de Ángela Abril ahora estaba deslucido mientras la lluvia nos separaba y nos enceguecía.
Escampó. Escampo de repente, tan rápido como empezó. Vacilamos por un momento, en realidad no sabíamos que hacer ni cómo retomar esos momentos sutiles entre su pecho. De pronto, se hizo escuchar una voz hecha canción, diciendo desde la semioscuridad: “Me gustan tus ojos porque hablan de las horas, de la calle y el tiempo…”. Fue entonces cuando, después de “un silencio de siglos, de un instante en que tuvimos otro nombre y otra sangre” recordamos a donde ir . Caminamos como dos serafines extraños a la universidad, hasta la intersección de la “Calle de San Francisco” con la “Calle del Comercio”. Al llegar a su salón de clases se despidió de mí, dándome un lánguido beso en la mejilla, de esos rituales convenidos como sanción social entre la gente bien.©
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