Como lector busco con cierta obsesión microrrelatos, esos pequeños vestigios a los que está dedicado "Venitecuento". Silenciosamente voy leyendo, buscando y volviendo a leer aquellos que me quedan sonando... Aquí dejo dos inquietudes:
-Dentro de
diez minutos te voy a matar. Tómate una cerveza o lo que quieras porque vas a
morir. –Se dirigió a los demás concurrentes y añadió-: Ustedes se quedan donde
están porque tienen que ver morir a éste… ¡Cantinero!, tráigale una cerveza
bien fría! –y vuelto a la presunta víctima-: Te quedan pocos minutos… cuatro y
medio. –El condenado, petrificado de sorpresa y de temor, quiso pronunciar
alguna palabra pero el “Vampiro” lo silenció con un grito y el revólver a la
altura de los ojos. El hombre estaba como hechizado por el brillo del arma y la boca negra del cañón. –Te queda un minuto… Te quedan treinta segundos… ¡Ya!... –Y un disparo salió del revólver.
Viento seco,
Daniel Caicedo.
—Un hombre, Herr Thomas —susurró el policía
más joven—, con una bicicleta.
Leamas enfocó los gemelos. Era Karl; su figura
era inconfundible incluso a aquella distancia, envuelta en el viejo impermeable
de la Wehrmacht, empujando su bicicleta. "Lo ha conseguido —pensó Leamas—,
debe haberlo conseguido; ha pasado el control de documentos; sólo le quedan por
pasar el control de moneda y la aduana." Leamas observó que Karl apoyaba
la bicicleta contra la cerca, y andaba despreocupadamente hacia la caseta de la
Aduana. "No lo hagas demasiado bien", pensó. Por fin Karl salió,
agitó la mano alegremente hacia el hombre de la barrera, y el poste rojo y
blanco osciló subiendo lentamente. Había pasado, venía hacia ellos, lo había
conseguido. Sólo el "vopo" en medio de la carretera, la línea, y a
salvo.
En ese momento, a Karl le pareció oír algún
ruido, presentir algún peligro; volvió la mirada por encima del hombro y empezó
a pedalear furiosamente, agachándose sobre el manillar. Quedaba aún el
centinela solitario en el puente: éste se había vuelto y observaba a Karl.
Entonces, de modo completamente inesperado, los reflectores se movieron,
blancos y brillantes, capturando a Karl y reteniéndole en su fulgor como a un
conejo frente a los faros de un coche. Surgió el gemido oscilante de una
sirena, el ruido de órdenes salvajemente gritadas.
Delante de Leamas, los dos policías se
pusieron de rodillas, atisbando por las aspilleras entre los sacos de arena y
encajando hábilmente la rápida carga en sus rifles automáticos.
El centinela alemán oriental disparó, muy
cuidadosamente, lejos de ellos, dentro de su propio sector. El primer disparo
pareció empujar a Karl hacia delante; el segundo, tirar hacia
atrás de él. No se sabe cómo, seguía moviéndose, todavía en la bicicleta, al pasar
junto al centinela, y el centinela siguió disparándole. Luego se dobló, rodó
por el suelo, y se oyó claramente el golpe de la bicicleta al caer. Leamas puso
toda su esperanza en que estuviera muerto.
El espía que surgió del frío, John Le Carre.
duro de matar!
ResponderBorrarmuy buen relato, saludos desde Uruguay
Geniale relatos.
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