por Alberto Chimal en Taller
literario
En un taller reciente me preguntaron por sugerencias para
poner títulos a los textos: alguna orientación sobre cómo elegirlos. Tengo
varias ideas al respecto y he hecho, en efecto, una lista. Pero antes de la
lista vale la pena reproducir el siguiente pasaje, que me parece ejemplar, de
Apostillas a El nombre de la rosa (1985), un pequeño ensayo que Umberto Eco
escribió para “explicar” aquella novela suya, de título tan intrigante:
El narrador no debe facilitar interpretaciones de su obra, si
no, ¿para qué habría escrito una novela, que es una máquina de generar
interpretaciones? Sin embargo, uno de los principales obstáculos para respetar
ese sano principio reside en el hecho mismo de que toda novela debe llevar un
título.
Por desgracia, un
título ya es una clave interpretativa. Es imposible sustraerse a las
sugerencias que generan Rojo y negro o Guerra y paz. Los títulos que más
respetan al lector son aquellos que se reducen al nombre del héroe epónimo,
como David Copperfield o Robinson Crusoe, pero incluso esa mención puede
constituir una injerencia indebida por parte del autor. Le Pére Goriot centra
la atención del lector en la figura del viejo padre, mientras que la novela
también es la epopeya de Rastignac o de Vautrin, alias Collin. Quizás habría
que ser honestamente deshonestos, como Dumas, porque es evidente que Los tres
mosqueteros es, de hecho, la historia del cuarto. Pero son lujos raros, que
quizás el autor sólo puede permitirse por distracción.
Mi novela tenía
otro título provisional: La abadía del crimen. Lo descarté porque fija la
atención del lector exclusivamente en la intriga policíaca, y podía engañar al
infortunado comprador ávido de historias de acción, induciéndolo a arrojarse
sobre un libro que lo hubiera decepcionado. Mi sueño era titularlo
Adso de Melk. Un título muy neutro, porque Adso no pasaba de ser el narrador.
Pero nuestros editores aborrecen los nombres propios (…)
La idea de El
nombre de la rosa se me ocurrió casi por casualidad, y me gustó porque la rosa
es una figura simbólica tan densa que, por tener tantos significados, ya casi
los ha perdido todos: rosa mística, y como rosa ha vivido lo que viven las
rosas, la guerra de las dos rosas, una rosa es una rosa es una rosa es una
rosa, los rosacruces, gracias por las espléndidas rosas, rosa fresca toda fragancia.
Así, el lector quedaba con razón desorientado, no podía escoger tal o cual
interpretación; y, aunque hubiese captado las posibles lecturas nominalistas
del verso final, sólo sería a último momento, después de haber escogido vaya a
saber qué otras posibilidades. El título debe confundir las ideas, no
regimentarlas.
Eco no dice, porque en el contexto de su ensayo no hace
falta, que las ideas que confundirá un título como los que le gustan son las
ideas engendradas por el propio texto. Conviene aclararlo porque muchas
personas piensan que la única función del título es servir de reclamo, de
incitación “a comprar el libro” sin importar lo que realmente diga; por mi
parte creo que, incluso sin ignorar el propósito de incitar a la gente a que
lea –es lícito a fin de cuentas–, hay bastante más que se puede considerar,
incluyendo la posibilidad de que el título, que identifica al texto, le ayude a
ser recordado: a sobrevivir a su primera lectura, y no sólo a ser consumido en
ella.
Mi lista tiene
que ver con todo esto. Dos advertencias: 1) como todo en esta bitácora, las
sugerencias se refieren sobre todo a textos narrativos, y 2) todas las
recomendaciones podrían comenzar con las palabras “en general” pues siempre, en
cualquier aproximación a una serie de “reglas” de escritura, habrá excepciones.
1. El título puede (e idealmente debería) cumplir al mismo
tiempo todos los objetivos que puede tener: en particular, sí es posible que
incite interpretaciones sin llegar a forzarlas, que resulte atractivo y que,
pasada una primera lectura, sea memorable. Por otra parte, qué tan en
equilibrio pueden estar esos tres fines –qué tanto pesa más uno u otro– depende
del texto. Un ensayo académico tendrá que ser más formal y seco que uno
literario, por ejemplo, pues tendrá que declarar su tema de manera explícita y
clara; una novela policiaca que quiera entrar sin muchos problemas en un
mercado bien establecido tendrá que ajustar su título a lo que ese mercado
espera, lo que probablemente incluirá referencias a armas, crímenes y cosas
parecidas. (Una excepción notable es una novela hermosa y terrible de Horace
McCoy: ¿Acaso no matan a los caballos?)
2. Incluso en los proyectos menos ambiciosos, el título es
invariablemente una clave de interpretación, como dice Eco, y podrá sugerir
ideas, asociaciones, referencias a todo posible lector. Esto es inevitable; por
lo tanto, conviene lograr que al menos las referencias más evidentes queden
bajo el control de quien escribe y vayan a donde él o ella desea. Un caso
ejemplar de una referencia fuera de control –es decir, un ejemplo ridículo– es
la novela Dildo Cay de Nelson Hayes, sobre la que puede leerse aquí.
3. Algo más para considerar, por otro lado, es que no todos
los sentidos de un título serán captados por todos los posibles lectores. Un
título difícil o impenetrable puede ser también muy rico en sugerencias y
proponer muchas lecturas pero, si no se tiene cuidado, puede resultar
incomprensible para todos salvo unas pocas personas.
4. Los títulos más llamativos en un momento dado no lo son
necesariamente siempre. Un título que se refiera a un acontecimiento de
actualidad, por ejemplo, puede ser útil mientras ese hecho sigue siendo
recordado y comentado, pero más tarde puede resultar no sólo torpe sino
indescifrable. (Habrá, claro, quien considere que esto no es un problema si su
aspiración es solamente aprovechar una coyuntura, como por ejemplo hacen muchos
autores de reportaje político.)
5. Hay que evitar los títulos que se refieran demasiado
directamente a una obra previa, pues pueden subordinar el texto nuevo al
preexistente y forzarlo a una lectura condicionada o incluso errónea. Un libro
que se salva apenas de este problema (y hay quienes creen que no se salva) es
Ulises, de James Joyce, que por supuesto hace referencia a la Odisea de Homero
pero también se distancia de ese texto de muchas maneras. Varios de los peores
títulos que he encontrado, porque además anteceden a textos realmente malos,
son los de las parodias más ingenuas: “La verdadera historia de Romeo y Julieta”
y otros por el estilo.
6. Sobre todo en un texto narrativo, hay que evitar
referencias demasiado explícitas a su argumento, y no sólo para no “vender” el
final sino porque lo que cuenta no suele ser qué pasa sino cómo: por ejemplo,
el título de la novela El marino que perdió la gracia del mar de Yukio Mishima
resulta sugerir, al menos, bastante de lo que sucede en sus páginas, pero desde
luego no lo hace de manera directa: es necesario leer para averiguar qué
significa exactamente “perder la gracia del mar” y entender hasta dónde es
figurado el sentido de la frase.
7. Un truco habitual con los títulos es que el sentido
literal esconda, como en el caso anterior, otro más oculto pero más importante.
También es común que un solo sentido de un título pueda entenderse de dos o más
maneras. (Por ejemplo, el cuento “Los muertos”, también de Joyce, podría
referirse a todos los muertos, a ciertos muertos cercanos a los personajes o a
algunos personajes vivos que no lo parecen.) Esta también es una estrategia
válida, aunque más complicada de lo que parece.
8. No es cierto que los títulos más sencillos y cortos vayan
mejor con los textos simples ni, al contrario, que los textos complejos
requieran títulos largos, intrincados o con mucho trabajo verbal. Ejemplos:
Lolita de Vladimir Nabokov, novela sumamente compleja, y Donde viven los
monstruos de Maurice Sendak (es mejor el título original: Where the Wild Things
Are, “Donde están las cosas salvajes” o “Dónde están las criaturas salvajes”,
porque omite decir directamente la palabra monstruos), un cuento para niños que
no pasa de un puñado de oraciones.
9. Hay que evitar los títulos excesivamente abstractos, en
especial cuando la abstracción es una imagen poética que intenta explicar o
resumir un estado de ánimo o una situación, pues es muy difícil evitar que el
título se convierta en una imagen torpe y a la vez opaca, que no diga nada al
lector. (Es el mismo problema que tienen muchos textos narrativos cuando no
ofrecen un asidero a nada visible, es decir, perceptible u objetivamente real
dentro del mundo narrado que proponen.)
10. Para terminar, una propuesta práctica: a la hora de
elegir un título, y sobre todo uno para un texto extenso como una novela, sirve
probar con varios y no decidirse deprisa por uno solo. Se puede hacer una
lista, por ejemplo, partiendo de las alternativas más obvias como la conclusión
–velada– de una trama, su incidente central, el nombre del protagonista, el
objeto u objetivo central de la acción, y continuar luego con metáforas y otras
alternativas más alejadas de lo literal. Un criterio que casi siempre es útil
es que el título, por sí mismo, debe ser expresivo, es decir, no sólo sonar
buen sino buscar deliberadamente esas asociaciones de las que he escrito, y que
van más allá lo obvio.
Esto no es todo lo que hay que decir sobre el tema, por
supuesto. Pero quizá pueda servir a alguien.
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