Los dos hombres se
agolpan bajo las ramas de un árbol endeble cerca de la casa principal. Los
pocos metros de sombra que los separa de la casona parecen un oasis a esa hora.
Sin pensarlo ingresan a la sala, donde don Floro, los espera sentado en su
silla de cuero curtido de becerro.
-Este infierno acíclico estaba
anunciado y no hicimos nada. -Resonó la voz con tufillo a aguardiente de uno de
los recién llegados.
-Todo Casanare es un
océano de arcilla avanzando con unos rastros de lo que hace unos meses eran
ríos y lagunas, agregó el otro en el que se adivina cierta resignación al tirar
el sombrero a un lado.
Ellos mismos, habían
bajado a la llanura y caminaron por esos ríos desiertos como si fueran
carreteras, donde ahora, el ganado camina de un lado para otro, andan, como si
nada en medio de cuerpos y huesos que deshizo el calor.
Don Floro, no dice nada,
es un llanero que ha vivido en esas tierras donde la muerte como la sequía son es
un fenómeno normal. Solo que ahora, el sol en su bravura, resecó al viejo
Floresmiro Castelblanco y a sus dos famélicos perros a los que ahogó la sed.©
Los desiertos del olvido, dejando animales muertos de sed en su paso por la vida.
ResponderBorrarUn cordial saludo.
Así es, querida Albada. Los unos y los otros, humanos y animales condenados a muerte por el mismo hombre.
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