—¡Hazlo! —Escuchó la orden
en su mente.
—¡Hazlo!
—Volvió a escuchar aquella voz más fuerte.
Entonces,
sin prisa alguna, puse mi dedo en el gatillo y lo accioné cinco veces, mientras
un grito espeluznante me hacía erizar el cuero cabelludo.
Juan
Onofre solo sintió en su cuerpo el poder invisible de un hombre que con una luz
acerada rompía la oscuridad del lugar.
Era
como si él supiera que allí terminaba su vida, por eso me miró a los ojos sin
reproche alguno. Yo, en cambio, seguía escuchando dentro de mí esa voz que me
gritaba:
—¡Hazlo,
hazlo, hazlo!
Me
encontraba en un estado de conmoción suprema sosteniendo en mi mano derecha el revólver 38.
Estaba aturdido, mientras Onofre se ahogaba en su sangre todavía caliente. No
sabía por qué le disparé ni sabía qué hacer después de haberlo hecho. De pronto
recordé que tenía en mi bolsillo El guardián y me senté a leerlo
como si nada hubiese ocurrido.
Estaba
devastado, seguía siendo un don nadie, pero un hombre de palabra al fin y al
cabo. ©Guillermo A. Castillo.
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