7 de enero de 2017

¡HAZLO, HAZLO!


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—¡Hazlo! —Escuchó la orden en su mente.
—¡Hazlo! —Volvió a escuchar aquella voz más fuerte.
Entonces, sin prisa alguna, puse mi dedo en el gatillo y lo accioné cinco veces, mientras un grito espeluznante me hacía erizar el cuero cabelludo.
Juan Onofre solo sintió en su cuerpo el poder invisible de un hombre que con una luz acerada rompía la oscuridad del lugar.
Era como si él supiera que allí terminaba su vida, por eso me miró a los ojos sin reproche alguno. Yo, en cambio, seguía escuchando dentro de mí esa voz que me gritaba:
—¡Hazlo, hazlo, hazlo!
Me encontraba en un estado de conmoción suprema sosteniendo en mi mano derecha el revólver 38. Estaba aturdido, mientras Onofre se ahogaba en su sangre todavía caliente. No sabía por qué le disparé ni sabía qué hacer después de haberlo hecho. De pronto recordé que tenía en mi bolsillo El guardián y me senté a leerlo como si nada hubiese ocurrido.
Estaba devastado, seguía siendo un don nadie, pero un hombre de palabra al fin y al cabo. ©Guillermo A. Castillo.
  


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