Miguel Matamoros. José Rolando Montero |
De repente me vi caminando en la concurrida calle Enramadas. Nadie parecía advertir mi presencia entre quienes iban y venían, o entraban y salían de lugares inesperados. Cada quien eludía mis pasos con su propio afán y con su propia historia. Ningún rostro me era conocido entre quienes, sentados a la sombra o a un lado de la vía, dialogaban con animación y al son de las congas.
Al llegar a la esquina del Callejón del Carmen y San Bartolomé, un movimiento inesperado me hizo experimentar un espeluznante terror al ver que una estatua cobraba vida y se volvía hacia mí. El descomunal bronce de Matamoros parecía venírseme encima cuando me abrazó en ademán amistoso intercambiando frases en voz baja que no alcancé a captar; algo inaudito para una video cámara como yo.©Guillermo A. Castillo.
Al llegar a la esquina del Callejón del Carmen y San Bartolomé, un movimiento inesperado me hizo experimentar un espeluznante terror al ver que una estatua cobraba vida y se volvía hacia mí. El descomunal bronce de Matamoros parecía venírseme encima cuando me abrazó en ademán amistoso intercambiando frases en voz baja que no alcancé a captar; algo inaudito para una video cámara como yo.©Guillermo A. Castillo.
Muy lindo este post.
ResponderBorrarUn abrazo
Hola Albada, muchas gracias.
ResponderBorrarEl mundo ha de volverse más y más extraño. De otro modo sería incapaz de continuar sorprendiéndonos.
ResponderBorrarSaludos,
J.
¿Qué es lo extraño del mundo? ¡Por qué lo dices?
BorrarSaludos.
¿ ?
ResponderBorrarhola me gusta lo que has escrito
ResponderBorrarte dejo un abrazo mojado de lluvia
¡Hola! Mucha-s gracias por tu comentario.
ResponderBorrarTe devuelvo una abrazo con mucho calor humano.