13 de octubre de 2018

VANIDAD

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El sol cae vertical. Mi propia sombra va adelante, huye con ánimo contenido. Solo a mi mujer se le ocurre mandarme a esta hora por algunos materiales para terminar sus trabajos por encargo. Materiales que nunca pasan la prueba porque sus ojos expertos solo saben aprobar lo que ella misma compra. Además, nada llega a sus manos sino ha regateado su precio en varios almacenes hasta que finalmente decide regresar por donde pasó primero, cosas que soy incapaz de hacer por pena y por física incapacidad hercúlea. Por caminar rápido, me olvido de los insólitos desniveles de los andenes, aquellas verdaderas trampas por las que la gente se ha metido las costaleadas más escabrosas.

Acomodo mis gafas porque no dejan de causarme dolor por la presión que ejerce sobre mi oreja izquierda. Estrenar antiparras siempre me causa alguna desazón, pero eso me pasa porque me dejo cuentear de Diana, sabiendo que es la dura para las infundadas promesas con tal de vender. «Como usted es nuestro cliente preferencial, tenga la plena seguridad que si algo no le queda bien, aquí le respondemos», dice después de mirarme con coquetería y riéndose porque ni ella misma se cree lo que dice. Siempre tan alegre y tan desconsiderada por esas blusas ombligueras y esos bluyines descaderados que usa, pero con ella no se sabe cuándo habla en serio y cuándo lo está enyardando a uno.

Camino. Busco la escasa sombra de las casas, pero qué va, es imposible. Los andenes y los espacios sombreados son para las motos y los carros. Por eso a los que nos duelen las chocozuelas nos llevó quien nos trajo. Sigue la inclemencia del sol y no termino de caminar por esta calle que me conduce al taller del ebanista que ha contratado mi mujer para el corte de unos puntales de cincuenta centímetros de largo. No hay brisa, las ramas de los pocos árboles plantados en los antejardines como un gesto mínimo de humanidad ni se hamaquean, tampoco las matutinas aves que en vuelo pasan sobre sus copas y que nos acompañan a nuestro paso, ese paso acondicionado y torpe con que surcamos vertiginosos estas deterioradas calles.

En estos pensamientos estaba cuando al llegar a una esquina, veo a una mujer que me sonríe, me habla con los ojos y me dice algo incomprensible en medio del reflejo de los vidrios de su auto. Nunca la había visto. Pero ella, en un gesto amable, me pica el ojo, y yo, en un gesto poético le pico mi ojo izquierdo y luego el derecho. Ella vuelve a reír con dulzura; me hace señal de adiós con la mano, al mismo tiempo que tropiezo por la emoción. ¿Qué fue eso?, me pregunto. Tal vez me confundió. Pero no creo porque hay formas de saber alimentar el espíritu, y ella, alimentó el mío. Yo seguí con mis renovados pasos, solo que olvidé hacia dónde iba y qué asunto me ocupaba. Aquella angelical mujer me congestionó de singular vanidad.©Guillermo A. Castillo.

4 comentarios:

  1. Excelente paseo por un mediodía de conciencia solar y desamparo. Unas gafas nuevas bajo la férrea mano de un sol de justicia nos deja el sabor de la dificultad en complacer a esa mujer exigente. Luego, como por ensalmo, la luz de unos reflejos ante una conductora que avienta el alma, dota al trayecto por tus letras, de una vida sonriente, donde la luz es vigorizante.

    Excelente texto. En us frescura, inocencia y desarrollo. Un placer leerte. Abrazo grande desde este lado del atlántico.

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  2. Hay por ahí un decir de Alejandro Casona que dice "No hay ninguna cosa seria que no pueda decirse con una sonrisa". Eso me propuse habiendo, desde luego, dos asuntos ciertos: mi mujer y la dependiente de la óptica. Me alagas con tu comentario con puntuales aseveraciones. Gracias Albada. Un caluroso abrazo desde la otra orilla.
    Alejandro Casona

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  3. Sin lugar a dudas, se confundió, y aprovechó la ocasión...

    Saludos,

    J.

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  4. Ja, ja, ja José, es usted el que se salió por la tangente.
    Saludos.

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