La confesión. Giuseppe Molteni |
Fue hasta el confesionario y
dobló sus rodillas decidida a que su lengua jurara decir la verdad. Las
rodillas fueron brasas encendidas por la presión de todas sus culpas. Era una
mente abrumada, por eso, quería confesar lo que su corazón siempre le
recordaba. Pasaron los minutos y el orondo confesor se comenzó a impacientar
por culpa del silencio de la atormentada mujer.
—Hija mía, tu silencio es una
mala justificación de tus culpas, —le habló con carácter el confesor a través
de la rejilla del habitáculo de madera.
La mujer eligió continuar en
silencio para simplificar su imperdonable olvido. Por más que intentó, no podía
recordar nada de lo que llegó a proferir o herir en el pasado. A lo largo de
unos segundos fue incapaz de pensar en algo concreto y de recordar las razones
por las que estaba allí. El hecho de quedarse en blanco era signo que su memoria
estaba sufriendo una crisis transitoria. Por algún motivo, buena parte de sus
recuerdos se habían quedado fuera de su alcance, y eso hacía que se encontrara en
medio de un callejón sin salida durante un largo rato.
—Mujer, ve y refúgiate en tu
olvido, —le invitó el sacerdote con voz sorda y suave siendo una oración
mezclada con suspiros amordazados. Ella no se movió. Por más que intentó
confesar sus culpas, sabía que no confesarse era dejar de alcanzar la
benevolencia y el perdón de aquel vicario que podía librarla de su comportamiento
ofensor.
—Buena mujer… ¿A qué viniste,
si no te has escuchado a ti misma? —Preguntó el confesor tras un disimulado chasquido
al bostezar lleno de modorra producida por la lujuriante comida de las Siervas
de Jesús—. Buscas a través de mí la absolución, pero prefieres callar. Así que
toma una decisión: o te confiesas de una vez o te marchas de aquí si en
definitiva no te has mirado a ti misma con sinceridad y arrepentimiento.
La mujer no dijo nada, continuó
inmóvil en el confesonario. El cura la miró atento a cualquier reacción, pero
sin éxito alguno. Se hizo un silencio frío, de catedral, que obligó a la mujer a
inclinarse aún más y cerrar los ojos en un intento por murmurar las primeras
palabras de su terrible pecado. Pero no dijo nada, y así continuó otro rato
más.
—Lo siento, padre… —exclamó por
fin. Lo dijo en voz alta como si hablando alto pudiera romper aquel silencio verdadero.
No pudo seguir en esos intentos fallidos de reconocer sus culpas. Era como si
todos sus pecados hubieran desaparecido para no tener culpa alguna. Levantado
la mano derecha y haciendo la señal de la cruz, el clérigo despidió a la mujer.
Echó hacia atrás su pesado cuerpo y se quedó sumido en un sueño profundo
soñando que la mujer le decía que los pecados son un disparado invento de
distracción de la verdadera adoración.©Guillermo A. Castillo
Pues sí, los pecados no existen como tales. La culpa es un invento de la psicología y el infierno no es un lugar de castigo.
ResponderBorrarLo tergiversaron todo.
Saludos,
J.
Sí, nos enseñaron a hacernos pedazos para mantener a los demás completos gracias a su divinidad.
BorrarUf, muy bueno. El concepto de pecado y de culpa, tan católico, muy bien llevado. El sueño del confesor es lo que acaba siendo el inconsciente de sus culpas.
ResponderBorrarMuy bueno. Un abrazo grande
Mi estimada Albada, dicen que la culpa es una de las maneras más utilizadas para manipular a los demás. Históricamente así fue y sigue funcionando desde entonces.
BorrarUn abrazo grande también para ti. Saludos.