Primero salió una muchacha de
cuerpo escultural acompañada de una sonrisa brillante. Detrás suyo una joven agraciada.
La mujer negra, como si nada, caminó con elegancia, sus nalgas redondas y firmes
se acompasaban entre su corto pantalón rosado. Todo está en las caderas, dijo
mi mujer. La otra, con rápidos movimientos de manos, se tanteaba las nalgas. ¿Cuáles
nalgas, si no tiene?, agregó después. La joven blanca al presentir que era observada
disimuló lo que hacía. Ambas siguieron bajo el calor de sus caderas, como una
verdad recién revelada: la negra con sus trenzas colgantes y la blanca todavía
buscando lo que no tenía en sus bluyines deshilachados. Seguimos con la mirada los
pasos de la palmera al viento y de aquel oleaje con cierto mareo, mientras el
sol se encargaba de esculpir aquellas nalgas ausentes al caminar sobre el
concreto. Ambas entraron a una tienda alegres y muy abrazadas, sin importarles
que el mirar es parte del acontecer de la ciudad, siempre llena de
ventanas, puertas y muros que también saben contar. Las dos jóvenes por partida
doble, surgieron de las sombras de los perjuicios encendiendo bengalas con sus
cuerpos bajo el declive de luz del cielo. ©Guillermo A. Castillo.
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Alegato a a libertad de expresión, incluida la libertad de amar a quien quiera. Es curioso, pero aquí, hace años, se miraba de soslayo a cada pareja del mismo sexo tomados de la mano. Ignoro si todos los matrimonios, por la calle, se fijaban tanto en los contornos de sus ancas :-)
ResponderBorrarBien narrado, muy fresco. Un abrazo grande
Ja, ja, ja ya sabes, en pueblo pequeño infierno grande. Soy yo quien se distingue por mirón, o por detallista.
ResponderBorrarUn abrazo y mi cariño todo, para ti.
Los problemas no suelen tenerlos los juzgados, sino quienes juzgan.
ResponderBorrarSaludos,
J.
Por supuesto, don José. Aunque aquí no se trata de juicios que sólo aplastan y no transforman.
ResponderBorrarSaludos por el altiplano.