A una tía, in memoriam
Al pasar cerca de la quebrada
vi a una mujer que nunca había visto entre las zarzas de aquellas resecas
lomas. Aquella visión a las nueve de la mañana, no era lo que me confundía,
sino la mujer, que a medida que avanzaba, por momento se alzaba y descendía
ante mi vista cuando yo, a esa hora, venía del caserío.
En el colmo de mi extrañeza
permanecí un buen rato fijo y ajeno a la presencia del caballo de crines largas
que en silencio me seguía trayendo sobre su lomo la pesada remesa de la semana.
Ambos seguimos con la mirada a la mujer que iba en dirección al estrecho
afluente que se estira perezoso entre los sedientos arbustos. La desconocida
una vez llegó a la orilla se quitó parte de sus ropas que, por una ráfaga de
viento, quisieron liberarse de aquel cuerpo moreno. ¿Cómo era? Era una mujer de regular estatura, ni muy
alta ni muy baja y de ágil andar. Así me pareció verla en medio de la
enceguecedora luz de la mañana. No, no supe si seguir mi camino o quedarme
espiando a aquella mujer que iba tarareando una tonada camino a la quebrada.
¿Qué cantaba? Me hacen daño tus ojos, me hacen daño tus manos, me hacen daño
tus labios, que saben fingir… ¿Qué hice? Decidí seguirla dejando al caballo que
mordisqueara las secas hierbas que demarcaban aquel camino. ¿Qué pensé que
pasaría? Cómo saberlo si nunca he podido saber qué será lo que el destino me tiene
guardado. En realidad no encuentro la forma de contestar. ¿Ella me vio? No lo
dudo. ¿Qué hizo ella? Siguió como si nada, inmersa en aquel cantar haciendo más
llano mi caminar.
¿Y yo qué hice? Vi a la mujer
escudriñar primero la única fuente de agua que recorre a Cerro Rico. Ella
escogió el charco más profundo y se quedó de pie dentro de él, mientras cogía
por los extremos el blanco fondo que llevaba adornado con delicados encajes.
Cuando estuve cerca, desde un pequeño claro la pude observar mejor. ¿Qué si
desnuda? No, no se desnudó para bañarse. ¿Entonces? Pues al sentirse observada soltó de forma
involuntaria los extremos de su prenda para que no se le fuera a mojar, pero de
forma graciosa se le hinchó antes de sumergirse en las cristalinas aguas. Así
reaccionara con prestancia fue difícil que yo siguiera oculto y por inflexible
que hubiera reaccionado, ella nada podía hacer. Pues había decidido que sería
mi mujer, así fuera mujer ajena. ¿Qué si lo era? No lo sabía. Solo estaba
prendado de su figura que se refugiaba bajo la sombra de los caimos morados y
amarillos. ¿Qué hizo ella? Creo que ya lo dije. Me sonrió, aunque mi oído no
percibió sus palabras porque en ese momento el resoplido de mi caballo me
recordó que todavía nos faltaba un largo trecho por cubrir bajo los rayos del
sol que se entremezclaban con los arbustos marchitos, deshojados y secos.
Fue entonces cuando bajo ese
sol picante y el sonido de las lejanas cigarras, me metí a la quebrada envuelto
en el misterio que aquella joven representaba bajo la difusa oscuridad del día.
¿Qué me aconteció? Desde ese momento la amé. ¿Qué si se lo dije? Yo di aquel
paso y el destino tuvo nombre propio: Rosa María. ©Guillermo A. Castillo.
Esa sonrisa que abre horizontes. Ese premio a la mirada de quien no sabe si busca, pero encuentra.
ResponderBorrarPrecioso post para Rosa María. Un abrazo grande desde este lado del acantilado
Tus comentarios son miss verdadero premios. Gracias por ellos.
ResponderBorrarUn sin igual abrazo.